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12 de septiembre 2019

Eduardo Minutella

LATIDO: DE LA RECESIÓN A LA CRISIS EN PRIMERA PERSONA

Tiempo de lectura: 9 minutos

I. El sueño de los héroes

Visitar un kiosco de revistas a fines de los noventa todavía era una aventura fascinante. En un mundo en el que las revistas impresas aún resultaban atractivas, y hasta conservaban cierta relevancia en el debate público, la excursión hasta la esquina del cruce de avenidas para ver qué había salido era una puerta de entrada a un universo de maravillas: revistas temáticas, revistas importadas, publicaciones nacionales consagradas, publicaciones nuevas que buscaban su espacio en ese universo abigarrado y saturado de impresos, libros, fascículos, cds, dvds. Y detrás de todo aquello, una industria que todavía parecía próspera, con profesionales bien remunerados, equipos de investigación, redacciones sólidas y reconocimiento social de la labor periodística. “Nos aplaudían por la calle, éramos héroes”, dijo hace poco Marcelo Zlotogwiazda rememorando aquellos años en los que los medios gráficos parecían oficiar de fiscales de la república. Sin embargo, no siempre lo que refulge es el tesoro del rey; en la noche de El Dorado puede ocultarse un camión de frente. Y la Argentina del cambio de siglo transitaba una curva peligrosa. La recesión comenzaba a arreciar, la crisis preludiaba al estallido, y la irrupción de los medios digitales se preparaba para modificar de una vez y para siempre el modelo de negocios. 

II. En el nombre del padre

En julio de 1999, cuando salió el número I de revista Latido, ni los canillitas, ni los lectores, ni los editores parecían estar pensando en aquellos asuntos. Al contrario, aquel mensuario se incorporaba a un nutrido y variopinto conjunto de revistas que poblaban los kioscos de diarios tardomenemistas. Su director, Daniel Ulanovsky Sack, pensaba en un producto que fuera más allá de la agenda y se animara a aquellos temas que el periodismo todavía no trataba, o que abordaba solo tangencialmente: “Yo veía que se hablaba más de lo que pasaba que de lo que nos  pasaba. Entonces si hasta había una historia del mundo íntimo, me pregunté: ¿por qué no existía en la Argentina un periodismo del mundo íntimo? Había ahí un espacio que no veía reflejado en los medios; que no era política, internacionales, espectáculos o deportes. Las zonas no abordadas del ser humano como tal: los miedos, las pasiones, lo oscuro”. 

Visitar un kiosco de revistas a fines de los noventa todavía era una aventura fascinante.

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La revista, entonces, debería explorar aquellos territorios de lo personal. En cada número se abordaría un tema desde distintas perspectivas: en el primero fueron las pasiones; le siguieron Vidas de plástico. Un mundo sin sensaciones; Tierra querida. Argentina y los inmigrantes; Desnudos. Mirar y exhibir el cuerpo; Soledad. La vida en singular; Cambiar de vida. Momentos de decisión, y otros sobre el aprendizaje, el ocio, los viajes, la sexualidad o el maltrato. La idea que organizaba cada número era del director, pero solía testearla con una redacción muy pequeña, en la que cumplía un rol importante el periodista Luis Gruss. Y a veces, pago de por medio, se reunía con gente como María Moreno para que le ayudara a pensar los números. Se forjaron así una serie de entregas temáticas en las que podían hallarse firmas de lo más disímiles, que difícilmente pudieran convivir en una misma publicación apenas una década después: Marta Dillon, Elvio Gandolfo, Jorge Carnevale, Héctor Tizón, Alicia Steimberg, Pablo De Santis, Camilo Sánchez, Patricia Kolesnikov, Analía Roffo, Christian Kupchick. Diego Bigongiari, Raquel Garzón, Irene Grus, Leopoldo Brizuela, Sandra Russo, Marcelo Birmajer, Alejandra Aguado, Federico Quintero, Tununa Mercado, Reynaldo Sietecase, Fernando González, José Pablo Feinmann, Cristian Alarcón, Leila Guerriero, Gabriela Esquivada, Marcos Aguinis, Eduardo Blaustein, Daniel Link, María Sonia Cristoff, Olga Viglieca, Marcela Stieben, Eduardo Berti, Florencia Abbate, Alan Pauls, Gabriela Cabezón, Lohana Berkins, Anna Kazumi Stahl, Pedro Mairal, Esther Cross, Carlos Gamerro, Ximena Sinay o Rafael Bielsa. 

El precio de tapa era alto; por cada número de Latido había que desembolsar $5, cuando el resto de las revistas promediaban los $3.50. Pero cada edición prometía notas largas, testimonios interesantes en primera persona y una edición fotográfica de excelencia coordinada por Leo Vaca. Minimalismo gráfico y maximalismo textual; sin Tinelli, sin Alianza y sin Menem. Progresismo sensible, en vez de sensibilidad progresista: el reverso de la trespuntos. Para la inversión inicial, su director aprovechó los contactos que había hecho en Clarín para vender algo de publicidad, e invirtió ahorros propios y familiares: “Recuerdo haberle preguntado a mi papá, en medio de la recesión, si era un buen momento para sacar una revista, y me respondió: ¿Cuándo es un buen momento para hacerlo en la Argentina?”. 

III. ¿Un amarillismo íntimo?

Convencida en el valor de la crónica íntima, de la cual se convirtió en pionera a nivel local, Latido se animaba a experimentar con narraciones que marcarían una época del periodismo argentino, alejándose del modelo periodístico de investigación y denuncia que por entonces parecía impregnarlo todo. Porque a fines de los noventa no eran solo Verbitsky, Lanata y Página/12; hasta Telenoche investiga. En cambio, los referentes de la hora de Ulanovsky Sack no estaban en el Washington Post, sino en publicaciones como la colombiana El Malpensante  o la estadounidense Double Take. Según se afirma en el editorial del número I, la revista era producto de una iluminación que ocurrió una noche en la que su director pudo cambiar la CNN por una confesión. 

Yo veía que se hablaba más de lo que pasaba que de lo que nos pasaba. Entonces si hasta había una historia del mundo íntimo, me pregunté: ¿por qué no existía en la Argentina un periodismo del mundo íntimo?

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“En aquel momento Daniel Ulanovsky Sack quería hacer una sección de relatos confesionales y pedía amarillismo íntimo –contó María Moreno en Página/12 en 2016–. Mi amigo Daniel Molina contó su historia de prisión como militante y además gay. Entonces me dije: ah, qué puedo poner, cómo subo la apuesta. Era como un juego. Y pensé: alcoholismo y reviente”. Las primeras reacciones fueron de desconcierto, porque, según afirma el director, la idea de la primera persona chocaba bastante con el periodismo: “Algunos veían en ella una cosa medio new age, o banal. O algo medio caprichoso”. Pero la revista sobrevivió como un refugio antiaéreo contra los últimos coletazos de esa “fiesta para unos pocos” que denunciaba De la Rúa desde el famoso spot de campaña pergeñado por Ramiro Agulla. Y a menudo lo hizo con producciones valiosas, como la del número 27, El hombre y la mujer, muy alejada de la mirada heteronormativa y hasta machista que predominaba en otros medios de la época.

IV. Uno y el universo

El número 9 de Latido, que apareció en marzo del 2000, encierra algunas contradicciones que son las de una época. El tema de aquella entrega eran las utopías, y aunque el Y2K no había tenido lugar, el siglo arrancaba unipolar y poco auspicioso. El editorial de Ulanovsky Sack comenzaba elocuente: “Es extraño pero la palabra utopía me sabe a vergüenza. ¿Será que uno está atravesado por una condena social tácita que califica de infantil el hecho de tener sueños y de intentar caminar hacia ellos?”. Era comprensible, hasta un hombre de fuertes convicciones de izquierda como Immanuel Wallerstein compartía por entonces aquella desconfianza, y escribía: “Lo último que necesitamos son más versiones utópicas”, y llamaba a realizar una “evaluación sobria, racional y realista de los sistemas sociales humanos (…) No el rostro de un futuro perfecto (e inevitable), sino el de un futuro alternativo, realmente mejor y plausible (pero incierto) desde el punto de vista histórico” (Utopística:1998). En Latido, esperablemente, aquella búsqueda se traducía en clave íntima y personal: dejar de lado las quimeras inalcanzables para pensar en las realizables, como terminar una carrera o hacer nuevos amigos. En las notas principales, de aquel número, Raquel Garzón escribía sobre las pequeñas utopías cotidianas; José Pablo Feinmann, sobre las de un país al que describe como excesivo en sueños y en sangre; y Diego Bigongiari, sobre las utopías tecnológicas del siglo XX. Comenzaba así:

“Los detergentes”. Esa fue la respuesta de Ada, mi abuela paterna (1900-1985), cuando alguna vez le pregunté cuáles fueron las utopías –no usé exactamente esa palabra– que vio realizarse en su larga vida de mujer práctica. La abuela expresó la otra cara de la moneda, donde el abuelo y los hombres en general eran semianalfabetos: la mayor maravilla que ella había visto incorporarse a la vida cotidiana a lo largo del siglo XX eran esos jabones todopoderosos que ahorraban tanta energía y trabajo. En Italia, donde la nona vivió toda su vida, los detergentes aparecieron después de la Segunda Guerra Mundial: antes solo existía el jabón Marsella. Las sábanas (pesadas, eternas sábanas de algodón egipcio bordado con iniciales familiares entre las que nacieron, durmieron y murieron quizá tres generaciones de Bigongiari-Razzauti) se lavaban con las cenizas de los fuegos de leña domésticos. Cada vez que un locuaz vendedor aparecía en las tandas publicitarias de la RAI promocionando el detergente que lava más blanco, Ada sonreía y recordaba los tiempos en que se hacía il bucato con le ceneri.

En la década siguiente, el destino de los tres autores que protagonizaron aquel número tomaría derivas muy distintas. Garzón sería editora de cultura de Claríny de Ñ en tiempos del “periodismo de guerra”mientras que Feinmann se convertiría en un enfático compañero de ruta de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Por su parte, en 2015 Bigongiari escribiría un libro con un título más que elocuente: Guarangadas KCrónica de doce años de groserías, maltratos y descaros kirchneristas. 

V. Crisis? What crisis?

En el número 26, la agenda se metió por la ventana, aunque lo hizo en el registro particular de Latido: en la foto de tapa aparecían un bebé lloroso de riguroso blanco sobre fondo de riguroso negro, y dos banderitas argentinas: No doy más. Cómo nos afecta la crisis. Era agosto y el 2001 se encaminaba hacia su desenlace fatal. El editorial de aquel número empezaba elocuente: “En Latido  siempre hemos tenido una manera privada de entender la noticia: todo lo que influye en lo más visceral de nuestra vida cotidiana. Por eso nos convertimos en una exquisita especie de arqueólogos que averigua el “adentro” de cada persona. (…) Ahora, por primera vez en veintiséis meses de estar en la calle, hemos decidido abordar un tema relacionado con la política y la economía. No podíamos evitar si queríamos ser coherentes, y optamos por no editar un número banal cuyo contenido fuera una sonrisa de compromiso o el correcto “mañana todo va a mejorar”. En las notas centrales de aquel número, se recogían testimonios de un país en estado de derrota: 

“Ya no salgo. ¿A qué? (…) ¿Vos viste lo que es Corrientes? Parece una calle de Nairobi a las once de la noche”.

“¿Usted sabe cuánto gana un ambulanciero del SAME? Quinientos cincuenta y ocho pesos por mes, veinticinco años de servicio. Y andamos todo el día levantando por la calle lo peor, los llagados con las piernas agusanadas, los suicidas del ferrocarril, toda la mierda la levantamos nosotros, al final del día no sabés qué mierda te pescaste y andás llevando a tu casa; hasta de médicos hacemos a veces porque los pibes que nos toca llevar a las urgencias no tienen ni puta idea de dónde están parados”.

Minimalismo gráfico y maximalismo textual; sin Tinelli, sin Alianza y sin Menem. Progresismo sensible, en vez de sensibilidad progresista: el reverso de la trespuntos.

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En la nota principal de aquel número, Días de desesperanza, Ximena Sinay contaba su experiencia en espacios sociales surgidos a partir de la sensación de hastío: una Iglesia Universal del Reino de Dios, un centro de emergencia para mujeres víctimas de la violencia familiar (en un tiempo anterior a la generalización del concepto de violencia de género), una panchería de José León Suárez en la que se reunían las familias que utilizaban a diario un tren habilitado para que los cartoneros pudieran llegar a la Ciudad de Buenos Aires con sus carros, o un miembro del movimiento 501, integrado por desencantados de la política que proponían traducir aquella cifra en kilómetros para no presentarse a votar en las elecciones de medio término que se realizarían en octubre, aquellas en las que una parte de la población, a instancia de una cadena de mails que circulaba profusamente, eligió votar a Clemente, el personaje de Caloi que no robaba porque no tenía manos.

VI. El mecenazgo imposible

Afectada por la crisis y con las ventas en baja, la revista recibió el aporte económico de un lector preferencial: Hugo Sigman, el poderoso empresario farmacéutico de izquierdas que por entonces era dueño de trespuntos y Le monde diplomatique.  Con el mecenazgo Sigman, la pequeña redacción de Latido se mudó a su tercera sede: la casona de Acuña de Figueroa en la que funcionaba Capital Intelectual. Además, un acuerdo con el portal de Telefónica Terra para organizar chats con escritores y artistas y desarrollar un sitio web interactivo parecía, en primera instancia, una idea atractiva. No funcionó: Los años de expansión de la lectura digital todavía no habían llegado y en ese aspecto, también, Latido había llegado demasiado temprano.

Pero a mediados de 2001 las ventas no mejoraban; un promedio de 1500 ejemplares resultaba demasiado poco y Sigman comenzaba a cansarse de perder dinero. La pequeña aventura de Ulanovsky Sack parecía tocar fin. Sin embargo, una promesa de acuerdo publicitario con el gobierno de De la Rúa parecía otorgarle una vida másNo pudo ser: en diciembre el país estalló.

Después el periodismo en primera persona explotó y ya todo fue eso, hasta el punto en que ya casi no hubo columnas, y eso generó la banalización de la primera persona. Es como el fenómeno de los videoclubs o las canchas de paddle: uno funciona bien y en seguida se multiplican cincuenta más.

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El editorial del número 33, de marzo del 2002, registraba la desazón del momento: “Para quienes editamos la revista, se esfumó el tiempo del goce de los temas, de las notas, de las imágenes. Sólo nos dedicamos a analizar costos y a corroborar lo inevitable: hoy en la Argentina parece imposible mantener un medio cultural. Esto no significa que Latido deja de salir. Aún no lo sabemos. Daremos la pelea por continuar. Pero necesitamos comentarles que quizá no estemos con ustedes el mes que viene. A lo mejor, sí. A lo mejor, no. Sin seguridad, como casi todo lo que sucede ahora en el país”. Fue el último.

VII. Palabras finales.

Lejos de permanecer como rara avisLatido  entroncó con un registro que luego halló su lugar en publicaciones como La Mujer de mi Vida, y también en Rolling Stone, TXT  Orsai. A modo de balance sobre aquellos años, Ulanosvsky Sack afirma: “Latido  fue pionera en el uso de la primera persona y también en la idea de que hablar del mundo privado también puede ser periodismo. No desde la idea de periodismo rosa, sino desde un lugar más profundo. Después el periodismo en primera persona explotó y ya todo fue eso, hasta el punto en que ya casi no hubo columnas, y eso generó la banalización de la primera persona. Es como el fenómeno de los videoclubs o las canchas de paddle: uno funciona bien y en seguida se multiplican cincuenta más. Pero para que una primera persona funcione siempre tiene que haber un nosotros tácito”.

El tándem crisis del 2001 y repolitización kirchnerista reintrodujo a la fuerza aquella dimensión colectiva que tomaba distancia del individualismo de los noventa. En los años siguientes, la recuperación económica coincidió con el auge de los blogs y las llamadas escrituras del yoBlogger, Wordpress  y consumo para todos y todas. Una era de oro para la primera persona. Aunque para entonces aquella revista pionera ya había dejado de latir.

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Comentarios

  1. Marcelo Torrado

    el 27/12/2020

    Latido, al igual que El Gráfico o Caras y Caretas, no dejará de existir jamás.

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