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25 de junio 2020

Manuel Alvarez

MELODÍA DESENCADENADA

Tiempo de lectura: 8 minutos

El jueves 10 de octubre del 2019 un gracioso le hizo creer a John Banville que había ganado el Nobel. Lo llamó por teléfono, desde Estocolmo, y lo tuvo por cuarenta minutos, hasta le leyó el supuesto comunicado que iba a sacar la Academia sueca. Lo peor -o lo mejor- del chiste era su posibilidad de veracidad, no era para nada raro que le dieran el Nobel a Banville, de hecho, hizo ya el camino que suelen hacer varios de los ganadores: tiene un Booker. Y además, entre otros premios, tiene el Príncipe de Asturias, es decir, era absolutamente posible que se lo dieran. Y Banville, el intocable, lo creyó, lo creyó y la mentira, y la verdad, en realidad, lo decepcionó.

No, no lo ganó, quizá no lo gane nunca. No importa, no hace falta. Quizás sea uno más de esa lista de supermercado interminable que tuvo a Borges hasta que se fue y ahora tiene a Aira, incansablemente. Aira podría escribir una novela que hable de un escritor que siempre suena pero nunca gana. Aunque quizá la vuelta de tuerca aireana sería que lo gane y que en la ceremonia lo reciba alguien que no es él, alguien que lleve su careta y se la saque en el escenario, un japonés: Murakami. Un premio, acordémonos de esto, que no ganaron ni Kafka, ni Tolstoi, ni Joyce, ni Woolf, ni más acá Roth, por nombrar algunos de los imperdonables. Un premio, entonces, que, como todos los premios, no tiene ningún sentido. Aunque a veces la pegue, como cuando en el ´69 le dieron el premio a Beckett y un Piglia veinteañero escribía en su diario que Beckett no tenía la culpa. Lo que quiero decir es: que no decaiga, Banville, la vida a veces puede ser un chiste de mal gusto y vos sos grande, como Jeremías Springfield. 

Hace poco terminé de leer El Mar. Una novela conmovedora, o, mejor dicho, consoladora, que es, justamente, lo que enuncia en el título: el mar. Lo lees y escuchas su melodía, el silbido de las olas, y sentís escalofríos en los pies, que en la lectura están descalzos, cuando sube la marea, pasan las páginas y te vas metiendo adentro del aroma salado, adentro del agua, que te lleva y te trae a donde empuje el viento feroz con sus grandes puños suaves e inútiles. ¿Se puede escribir y que la prosa se transforme en el mar y sus ondulaciones? Sí, se puede, Banville acá hace que cada página sea el mar. 

La trama es simple: a Max Morden se le muere su mujer, Anna, con la que tuvo una hija, Claire, y quien fuera su compañera de años, con las tensiones propias del amor real, y, entonces, decide volver al pasado, es decir, a Ballyless, el balneario donde pasaba las vacaciones de pibe, cuando tenía doce años. Un balneario donde conoció la casa de Los cedros y a la familia que veraneaba ahí: el señor y la señora Grace, y los mellizos: Chloe, su primer amor, y Myles, su hermano gemelo, mudo y deficiente; perdón, y Rose, una especie de criada. La novela va y viene desde el pasado reciente, el momento en que le diagnostican una enfermedad terminal a Anna y su largo final, hasta el presente en Los cedros, donde no para de revivir el pasado lejano, cruzado por una tragedia que, como una ola traicionera, lo golpeó, pero no lo tiró.

El jueves 10 de octubre del 2019 un gracioso le hizo creer a John Banville que había ganado el Nobel. Lo llamó por teléfono, desde Estocolmo, y lo tuvo por cuarenta minutos, hasta le leyó el supuesto comunicado que iba a sacar la Academia sueca

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Es una novela sobre la muerte, la pérdida, la pena que produce, claro, pero también, y sobre todo creo, acerca de la memoria, la buscada y la que no se busca, la que recupera experiencias vividas, esas que quedan en algún intersticio de la cabeza, a punto de perderse y que, por algún motivo, en un movimiento proustiano, vuelven. «El pasado late en mi interior como un segundo corazón», dice, al principio, Max, cuando llega al pueblo en el que recordaba haber sido feliz en la infancia. Y es verdad, el pasado late, aunque a veces no lo escuchemos. Max va a esconderse ahí, busca protegerse ahí, sacudiéndose el frío presente y futuro, pero ¿no es el pasado lo que fue el presente ya pasado? Max vuelve e intenta recordar ese pasado lejano para olvidar el reciente, pero el pasado es siempre pasado y los recuerdos se mezclan, se difuminan en el mar, hasta parecen, por momentos, simétricos (Chloe, en un punto, se ve en el espejo de Anna). Entonces ese amor infantil, esa felicidad incrédula e ingenua, aparece ligeramente desajustada, como la figura de Anna, que crece a medida que avanzan las páginas. Max lo ve claro en el pueblo: nada va a ser igual en su cabeza. Los relojes no van hacia atrás y el recuerdo no es inmortal. Anna no solo no va a volver, sino que, eventualmente, va a desaparecer. ¿Y qué podemos hacer? Seguir, amoldar los recuerdos, tallarlos, y seguir, el pasado real importa menos de lo que pretendemos. La vida es recuerdo, sí, pero recuerdo construido. Todos antes de ser un principio, como un huevo, fuimos un absoluto final, y ver un huevo roto es una tragedia, ínfima, pero tragedia al fin. Hay que atravesar la tragedia y seguir, hasta que seamos polvo, seguir. Es raro, como dice Anna, estar acá, en este mundo abandonado, y después ya no, así, sin más. Es raro, pero pasamos y nosotros le damos el significado. 

Por la mitad de la novela, Max, que es crítico de arte y está escribiendo una monografía sobre Bonnard, un pintor al que admira, cuenta la historia de él y su mujer, Marthe, que padecía de manía persecutoria. Cuenta cómo se conocieron de casualidad y estuvieron juntos casi cincuenta años. Y de cómo vivieron los últimos años de enfermedad de Marthe en la casa de Le Bosquet, aislados, fue ahí donde ella adquirió el hábito de pasarse horas en el baño, su refugio. Ese baño en el que Bonnard la pintó una y otra vez, incluso después de muerta. Tiene un cuadro impresionante por lo que traspasa, en donde Bonnard, como Banville, titula lo que se ve, lo que se siente: Desnudo en la bañera, con perro. Ahí, un año después de la muerte de la septuagenaria Marthe, la pinta como una adolescente, como la adolescente que conoció y que siempre será para él (¿por qué le pedimos veracidad a la visión de un artista?). La pinta como una diosa junto con su perro en las baldosas. Bonnard, como Max, también, entre la pena y la nada, elige la pena. Max va a decir sobre el cuadro: «Aquí todo se mueve, se mueve en la quietud, en un silencio acuoso. Uno oye caer una gota, una onda en el agua, un suspiro que queda flotando».Pero ¿está hablando solo del cuadro? 

Hace tres años vivía en España y fui a escuchar a Banville que daba una charla por el festival de Getafe Negro en la Biblioteca Regional de Madrid. Me acuerdo que apareció a las siete en punto en la sala que era para cien y éramos con suerte veinte. Canoso, bajito y muy poco parecido al cuerpo que en mi cabeza llevaba ese rostro provocador de las solapas de sus libros. Lo imaginaba alto, fuerte y seductor, digamos que solo acerté en esto último. Es muy loco ponerle cuerpo a las personas que admiramos. La conferencia fue genial, Banville empezó tímido, pero a los minutos se soltó. Habló de su famoso alter ego Benjamin Black, su otro yo, y de cómo lo usa para escribir género negro. Dijo que no podía ser nostálgico en su escritura y que le gustaban los clichés, que ya estaba todo escrito y lo único que quedaba era improvisar con lo que se tiene, agudizar la mirada. Que en el mito de la caída en desgracia estaba todo lo que él escribe. Después empezó a contar varias anécdotas de cuando era chico y vivía en el pueblito de Wexford. En un momento, esto lo tengo anotado, dijo: «El genio no es más que la infancia recuperada a voluntad». No lo entendí, pero igual lo anoté. Cuando terminó de hablar me acerqué a que me firme un libro, le di la mano, le dije algo en inglés (¿qué le dije?) y me sonrió. 

Hace poco terminé de leer El Mar. Una novela conmovedora, o, mejor dicho, consoladora, que es, justamente, lo que enuncia en el título: el mar

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Hace tres años vivía en España e iba siempre a la biblioteca Pío Baroja, cerca del parque de Madrid Río, por Arganzuela. Me acuerdo que durante todo el mes octubre de ese año, mi último mes en España, en la mesa de recomendados, justo en el medio, a la vista de todos, estuvo El mar. Cada vez que entré a la biblioteca ese mes era como si el libro me pidiera que lo llevara, pero por algún motivo que no puedo explicar, no lo hacía. Una vez casi lo llevo, de hecho, leí la contratapa y me gustó algo que decía, entonces lo agarré último para llevar junto con otros. Se lo mostré a Mariano, el bibliotecario, un gefateño de unos cincuenta años, medio pelado, flaco y alto, con pinta de oficinista, y él me extendió la mano, se lo di y se quedó mirándolo con cariño, como si en ese momento se estuviera acordando de algo. Le pregunté si me lo recomendaba y no tardó un segundo en responder, dijo que sí, que era un librazo, tío. La cuestión es que cuando llegué a mi departamento no tenía el libro, me lo había olvidado en el mostrador después de quedarme hablando, como casi siempre, con Mariano. Y no lo leí y me olvidé del libro hasta hace unas semanas que lo vi, otra vez, en una mesa, a la vista de todos, solo que ahora era en mi país, en mi barrio, que son los libros del pasaje. Lo vi y me acordé de Mariano, de la biblioteca, de Madrid y de que nunca me había metido en el mar. Lo vi y, esta vez sí, lo llevé. 

Mientras leía el libro se hizo viral un video de Elvis en las redes, no era del Elvis joven que movía la pelvis, no, era del Elvis en las últimas, del que venía de años de derroche físico y mental, gordo y con la cara hinchada como si tuviera paperas. El vídeo es del ´77, un mes antes de que apareciera muerto en el váter. Para esa época los recitales de Elvis eran shows muy malos, que la gente iba a ver solo por lo que Elvis había sido. Sin embargo, y esa es la magia de este video, de ese recital, por un momento, por una canción entera, Elvis vuelve a ser Elvis. Busquen el video en Youtube. Elvis, de punta en blanco y con ribetes dorados, como siempre, dice: tengo que hacer esto. Y empieza a tocar en el piano, por primera vez, los acordes de Unchained melody. El baterista se acerca para sostenerle el micrófono, Elvis suda como un condenado. Arranca a cantar y la gente no lo puede creer, se ve en sus caras con los ojos abiertos que enfocan cada tanto. Elvis estira los falsetes, se escucha su respiración entre frases y temblequea la voz como él solo sabe hacerlo, esa voz, que ahí, en ese estadio final, tiene una potencia descomunal, como si le saliera de las entrañas. Todo el momento parece premonitorio, una plegaria. Elvis cierra los ojos y canta, suda:«Necesito tu amor. Que Dios envíe tu amor…. hasta mí. Los ríos solitarios fluyen hasta el mar… hasta el mar… Hacia los brazos abiertos del mar. Los ríos solitarios lloran. Espérame… Espérame. Estoy yendo a casa. ¡Espérame!». Lo veo, lo escucho con la piel de gallina, y es imposible no asociarlo con El mar, con Max, en el hospital, imaginándose en el mar: «Veo el barco negro en la distancia, acercándose a cada instante de manera imperceptible. Estoy allí. Oigo tus cantos de sirena. Estoy allí, casi allí».El mar como final.    

El mar. En el mar. En el mar ellos.

En la contratapa de El mar  dice que Banville ganó muchos premios, pero que, para él, el mejor premio que recibió fue el elogio de una empleada de una tienda londinense, quien al mirar la tarjeta de crédito de su esposa, dijo: «Dígale al señor Banville que El mar  es el libro más hermoso que he leído nunca».

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