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26 de noviembre 2020

Ezequiel Kopel

NO SABEN LO QUE SE PERDIERON

Tiempo de lectura: 6 minutos

Es difícil, para pena de los que critican las autorreferencias en las muertes ajenas, separar la vida de Diego Armando Maradona de casi cualquier argentino que ronda los 40 años. Por lo tanto, primero por el comiezo de la historia compartida: yo a Diego lo vi por primera vez, en vivo y en directo, cuando tenía 9 años, durante 1987 en la cancha de Vélez. Se jugaba el partido revancha del mundial entre Argentina y Alemania (Alemania Federal por esa época) y Diego volaba. Pero volaba en serio y Alemania había venido con todo su poderío más algunas incorporaciones como Jurgen Klinsmann y Olaf Thon. Yo estaba fanatizado con Argentina luego del Mundial 86 y Maradona era mi capitán. Fui con mi abuelo, que por unos contactos después de haber trabajado durante años en Gas del Estado, consiguió asientos que casi bordeaban la cancha.

Se podía escuchar bastante lo que hablaban los jugadores ese día. O así lo recuerdo yo. El equipo de Argentina tenía todas sus figuras más algunos jóvenes debutantes como Néstor Fabbri, Pedro Troglio, el Ruso Siviski y el “Puma” Rodríguez (que se destacaba en un pequeño pero sorpresivo Deportivo Español). Y en un momento, bien al principio, cuando estaban los dos juntos de nuestro lado, lo escuché a Maradona gritarle al Puma. Yo lo recuerdo como un grito pero ahora que lo pienso mejor, se lo dijo bastante cerca, casi como un consejo. Diego lo miró a los ojos y le tiró: “Puma, Puma, esto es la selección, pedila, acá hay que transpirar”. Para mí era San Martin comandando a sus soldados en la batalla de San Lorenzo. Más adelante, mi abuelo recordaría el momento varias veces y es posible que toda la vivencia me haya quedado grabada más por la repetición de mi querido familiar que por la experiencia misma. Pero la idea conjunta de “Selección”, “transpiración” y el “pedila” no se me borró más. Para mí, desde ahí en más, mostrarse en un partido de futbol, “salir a dar la cara”, “contagiar” a tus compañeros, se convertiría en lo que yo creo que distingue a un líder de sus compañeros. Para el futbol y la vida.

Diego lo miró a los ojos y le tiró: “Puma, Puma, esto es la selección, pedila, acá hay que transpirar”. Para mí era San Martin comandando a sus soldados en la batalla de San Lorenzo

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Lo del Mundial 90 fue épico. Casi todos los argentinos que aman el fútbol champagne -y que casi siempre son, ellos mismos, muy malos futbolistas, de los que no pueden dar tres pases seguidos- odiaron ese equipo. Pero lo de Maradona fue conmovedor. Hoy ningún jugador jugaría bajo las condiciones físicas en las que se presentó Diego. No tenía uña, luego no tuvo dedo y por último se quedó sin tobillo. Y lo cazaron. Lo cazaron los africanos de Camerún, los rusos de la Unión Soviética y los rumanos que se habían sacado de encima a Nicolae Ceaușescu. Lo cazaron vivo. Era otro fútbol, no se cobraba “mancha” y la patada al estómago era solo amarilla o nada. Igual en ese torneo dio el pase-gol más importante de la historia (ante Brasil) y jugó muy bien para desempeñarse con solo medio cuerpo. Pero mucho más relevante que su actuación personal, fue su liderazgo. Comandó a un grupo de jugadores poco más que aceptables -muchos en su decadencia y cerca del retiro- y los convirtió en equipo de valientes. Diego siempre tuvo eso, te potenciaba todo: jugadores, espectáculo, partido y situación. Cuanto más difícil era todo, más se agrandaba. Hay poca gente así. Muy poca.

En la semifinal Diego llegó a dividir a los propios italianos en el partido disputado en Nápoles. Algunos querían que gane su país pero otros, sin duda y en silencio, deseaban que la Argentina se impusiera. Nunca pasó algo así en la historia de los Mundiales y en la historia del fútbol. Ya en la final fallida, me quedará para siempre esa imagen de Maradona llorando desconsoladamente, mientras Bilardo lo tapaba para que nadie lo viese de esa manera. Lloraba como que alguien que llora cuando pierde lo que más quiere en el mundo, en ese caso, la Copa del Mundo. Pero también la gloria para su pueblo. Porque con Diego pasaba una cosa particular. Era difícil separar su suceso personal del colectivo. Él siempre te hacía sentir que jugaba no solo para él sino para vos (para todos). Esa es la diferencia entre el ídolo y el mito.

No tenía uña, luego no tuvo dedo y por último se quedó sin tobillo. Y lo cazaron. Lo cazaron los africanos de Camerún, los rusos de la Unión Soviética y los rumanos que se habían sacado de encima a Nicolae Ceaușescu

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Luego lo vi en vivo cuando nos llevó al Mundial del 94 contra Australia en el Monumental. Volvía el líder a la selección luego de un largo tiempo. No jugó excelente ese partido pero no hacía falta: lo que había hecho de visitante, en el país de los canguros, cuando le robó con todo su coraje, una pelota a los australianos antes del gol argentino, ya nos había puesto en la cita máxima. La gente no gritaba “Argentina, Argentina” ese día en la cancha de River, gritaba “Maradó, Maradó”. Diego había salido de la oscuridad para guiarnos hacia un Mundial que estaba muy lejos luego de la caída estrepitosa contra Colombia. Nunca Argentina estuvo más cerca de no ir a un Mundial desde que tengo memoria. Ni en 2010. De lo que vino después en Estados Unidos 94, no hay mucho para hablar. Nunca pensé -tampoco ahora- que hubo una conspiración, pero no tengo dudas de que hubo un error y Diego terminó consumiendo una sustancia que no conocía y no lo beneficiaba en su rendimiento. Cuando lo suspendieron, me puse a llorar en el subte que me llevaba a Flores desde mi colegio en Once y luego casi me pisa un colectivo del trauma que acarreaba. Seguí viendo el Mundial pero ya no lo veía en color sino en blanco y negro.

Más tarde lo seguí en casi todos los partidos de su vuelta en Boca. Diego ya no volaba, pero bastaba su presencia, personalidad y prestancia para volver a elevar a su querido equipo. Su nivel fluctuaba entre bueno, regular y ráfagas de talento. Vi su gol de tiro libre contra Argentinos (uno de los mejores tiros de falta que ejecutó en su vida) aunque el momento que más recuerdo -sacando la derrota contra Racing el mismo día que Macri ganó la presidencia de Boca- fue cuando Maradona, gordo y mal dormido, le tiró un sombrerito de afuera del área grande a Labarre –el arquero de Belgrano- y fue a festejar el gol con la Claudia, que se encontraba en un palco de la Bombonera. Salió corriendo desde el arco donde se ubica La Doce hasta la mitad del campo y le tiró besos -y juramentos- a su mujer, quien los correspondió en una escena digna de una película. En ese momento no me di cuenta pero ahora lo sé. Era la película de nuestra realeza.

Es verdad que Claudia le bancó todas y fue una especie de “orden” en su vida alocada, pero no me gustó lo de la disputa por las remeras de Diego. Ella las pudo guardar pero las remeras las transpiró Diego y ese tire y afloje de no devolvérselas aunque todo se haya iniciado con un capricho de despechado de su parte, no estuvo bien y prolongó una guerra que Claudia tampoco se merecía. Hoy todos esos recuerdos, remeras, trofeos y botines, deberían pasar a sus hijos (a todos ellos). Y ya que salió el tema de su descendencia, no puedo dejar de pensar, y lamentar, que Diego no pudo reunirlos a todos juntos como quería. Hubiese sido un lindo broche para su vida pero bueno, él mismo tuvo la principal responsabilidad de que así no fuese. Pero estuvo cerca.

vivió su vida como quiso, según sus propios parámetros, para bien y para mal, y conquistó todo lo que se propuso, incluido lo máximo que puede alcanzar una persona en su profesión

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Se habla mucho sobre lo trágico de la vida de Maradona. Pero la idea está equivocada: fue el mejor futbolista de toda la historia -y si no lo fue, apuesto lo que sea, de que va a ser el más recordado-, vivió su vida como quiso, según sus propios parámetros, para bien y para mal, y conquistó todo lo que se propuso, incluido lo máximo que puede alcanzar una persona en su profesión. Puede ser que haya pensado poco algunas cosas pero hizo mucho. Muchísimo.

En la tarde del miércoles, si se hacía silencio y se acercaba la oreja a la ventana de cualquier vecino, se podía escuchar al pueblo argentino despidiendo a su ídolo máximo. Podía ser un llanto, una puteada, un video con sus goles, una entrevista socarrona o el relato de Víctor Hugo, pero si se prestaba la debida atención se podía “sentir” a la Argentina llorándolo. Para muchos eso podía no ser suficiente ante tanto dolor pero a mí me daba cierto consuelo.

Ya a la noche no podía sacarme una imagen de la cabeza. Había visto una foto de cuando el Nápoli salió por primera vez campeón de la mano de Diego. La misma mostraba cómo unos hinchas napolitanos se habían dirigido al cementerio principal de la ciudad para colgar en la puerta una bandera que rezaba: “No saben lo que se perdieron”. Cuando me fui a dormir, esa idea me golpeaba la cabeza y me prometí que, si alguna vez tengo hijos en el futuro, les iba a decir lo mismo sobre la significancia de haber sido contemporáneo de Maradona: “No saben lo que se perdieron”.

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Comentarios

  1. Jose Mariano

    el 26/11/2020

    Hermoso texto. Me lloré todo. Gracias.
    Jose

  2. Sergio

    el 23/12/2020

    Impecable. Excelente prosa y relato. Me encantó. Gracias por tan bello texto.

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