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29 de noviembre 2016

Mariano Schuster

Jefe de redacción de @LaVanguardiaPS. Editor en @revistanuso. Editor de la Nueva Revista Socialista

PARA BIEN O PARA MAL: REVOLUCIÓN

Tiempo de lectura: 13 minutos

 Para comprender la fuerza de las mitologías políticas que han dominado el siglo xx, hay que detenerse en el momento de su nacimiento o al menos de su juventud; es el único medio que nos queda para percibir un poco del esplendor que tuvieron.

Francöis Furet. El pasado de una ilusión

No tengo más nostalgia que la de fuerzas perdidas en luchas que no podían ser sino estériles. Me enseñaron que lo mejor y lo peor se dan juntos en el hombre – se confunden a veces- y que la corrupción de lo mejor es lo peor que hay.

Victor Serge. Memorias de un revolucionario

 

Tenía apenas dieciocho años y acababa de ingresar a la Facultad. Cursaba, entonces, en el CBC de Paseo Colón, una horrorosa mole de cemento a la que le escaseaban, por supuesto, las ventanas. En aquel tiempo todavía no sabíamos que a pocos metros de allí, había funcionado el centro clandestino de detención “Club Atlético”. Era evidente: los milicos habían elegido un lugar horrible para una tarea siniestra.

Por aquellos primeros 2000, deambulábamos por ese rincón oscuro frente a una infinidad de propuestas. Los camaradas trotskistas nos convocaban a sumarnos a la lucha de clases a través de sus carteles reivindicatorios de la IV Internacional, todas las agrupaciones de izquierda conminaban a acabar con la Guerra en Medio Oriente, y los chinos llamaban, por si acaso, a votar en blanco en todas las elecciones. Era una época hermosa. La época de la adolescencia y la primera juventud. La época en la que soñábamos con la Revolución.

Para mí, cualquier dirigente purgado era un contrarrevolucionario; y toda crítica, una artimaña de la derecha

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Había llegado a la Facultad con la sólida convicción de que allí me forjaría como un verdadero revolucionario. La mayoría de los líderes históricos -me decía a mí mismo- habían pasado por alguna casa de estudios. Todos provenían de la pequeña burguesía por lo cual no tenía nada de lo que avergonzarme. Solo precisaba imitarlos. Con una boina calada incluso en Enero, un saco de Corderoy medio raído, unos viejos zapatos y un libro de Marta Harnecker estaría capacitado para hacer mi aporte a una transformación futura. Con mi formación mediocre en un marxismo mediocre, creía estar llegando a una suerte de Palacio de Invierno que los estudiantes debíamos tomar.

A los catorce años,  mi vieja me había dicho aquello de que “la tierra es para el que la trabaja”, para luego ponerme un disco de Quilapayún y hablarme de la larga lista de revoluciones  de “Nuestra América”.  Desde entonces, me había dedicado consecuentemente a cultivar un psicobolchevismo de salón. Como hijo de la pequeña burguesía de origen humilde pero con un evidente ascenso social, entremezclaba con culpa mis gustos burgueses con mis apetencias de rebeldía. Y, solo por llevar la contraria en una familia que ya se declamaba izquierdosa pero democrática, yo me afirmaba estalinista.

En esa época daba clases particulares (sacaba unos manguitos) pero mentiría si dijese que mi vieja no me pasaba guita. Eran diez o veinte pesos (es decir, dólares) que me permitían deambular por la calle Corrientes para saciar mis revolucionarias apetencias. Liberarte –la librería en la que podías sentirte parte de un mundo acabado– era una parada obligatoria. El Cine Cosmos ofrecía casi siempre alguna vieja película soviética o, por caso, alguna de la Nouvelle Vague. Y las innumerables librerías de saldo permitían encontrar los materiales para la revolución venidera. Los de Lenin de Editorial Anteo que salían 1 mango, los pasquines de Stalin y una buena cantidad de revistas y manuales soviéticos editados por la Agencia Novosti. No le hacía asco a nada: daba igual que fueran viejos folletines de Ceausescu o Enver Hoxha; proclamas de Daniel Ortega o Leonid Brezhnev. Era un imbécil consumado.

No podía, sin embargo, sentirme más atraído por otra Revolución que no fuese la cubana. No era, principalmente, la imagen del Che la que me suscitaba interés. Era, por el contrario, la de Fidel. El gran hombre, el poderoso héroe, el líder inflexible que sostenía en pie el experimento tras la caída de la Unión Soviética, traicionada por el hijo de puta de Gorbachov y su séquito de reformistas. En Cuba, repetía, no hay analfabetismo, la educación y la salud son un orgullo, y la pobreza fue desterrada. Fidel era, entonces, un campeón de la libertad al que los yankees habían querido destruir sin éxito. Con evidentes gestualidades autoritarias – solía apuntar con el dedo firmemente a la hora de hablar – repetía que las masas cubanas lo adoraban y le rendían honores, y aseguraba que todos los que vivían en Miami eran gusanos. Para mí, cualquier dirigente purgado era un contrarrevolucionario. Y todo intento de crítica era una artimaña de la derecha y del imperialismo. En definitiva, la guía poderosa de Fidel, el übermensch cubano, garantizaba el progreso y el futuro.

En una de aquellas clases del CBC de Paseo Colón solté parte de esta catarata de vagas impresiones. La profesora de Ciencia Política, que siempre me había parecido militante del PC, asintió cuando me referí críticamente al concepto de “democracia liberal”. Afirmé que era una concepción burguesa y que bajo su manto se cometían crímenes deleznables. Cuando la docente me preguntó cual era, entonces, mi alternativa, no dudé al responder: Cuba era mi modelo. Allí, dije sin dudar, gobernaba el Pueblo. No importaba que no hubiese otro partido que no fuese el PC ni que Fidel fuese reelecto de manera permanente. Si todos comían y tenían salud y educación, eso era la democracia.

Aquellas ideas no habían venido solas. Las había reafirmado a pulso militando en el Movimiento de Amistad y Solidaridad con Cuba. El movimiento, plagado de militantes honestos y desinteresados del PC, del peronismo de izquierda, de la CTA y de independientes, me había dado la posibilidad de conocer a algunos funcionario de la Embajada y hasta al entonces canciller Felipe Perez Roque – considerado un sucesor natural de Fidel, luego purgado y enviado al ostracismo. Me debía, pues, a sus verdades.

En aquella clase, otros compañeros pidieron la palabra. Pero no hubo debate. La gran mayoría coincidía en que la democracia occidental era solo una artimaña burguesa y que en Cuba reinaba un modelo diferente, difícilmente explicable, pero profundamente democrático. Yo me sentí reconfortado.

Un compañero, sin embargo, se opuso a mis dichos. Levantó la mano y planteó que él no sabía absolutamente nada de Cuba ni de ninguna otra revolución. Sus palabras fueron letales: Acá todos hablan de los medios de producción, de la pobreza, de la igualdad, pero ninguno habla del amor. Como buen estalinista de cartón pintado, me cagué de risa. Si íbamos a hacer una guerra revolucionaria – aunque en realidad yo no tendría valor para hacer absolutamente ninguna guerra- no podríamos tener contemplaciones. Eso del amor era una imbecilidad que debía ser desterrada. No entendía que cuando ese compañero hablaba de amor, no se refería a otra cosa que a la vida cívica y en comunidad.

No solo desoí las palabras de aquel compañero. También me tapé los ojos cuando viajé a Cuba. Es cierto: esperaba encontrar un paraíso terrenal difícilmente ubicable con un bloqueo económico a 150 km de Estados Unidos. Pero no se podía negar lo evidente. Junto a Julieta, una querida amiga y compañera de la secundaria, y a su familia, aterrizamos en el Aeropuerto José Martí cargados de esperanzas. Recorrimos el país durante un mes, parando en los hoteles estatales.  Solía salir a la calle a deambular con una remera con la cara de Fidel. Los gestos de los cubanos no siempre eran los mejores. Pese a todo, fui el único que se tapó los ojos. El único que no quiso reconocer lo visible.

Stalin

Soy un ex estalinista. Un ex estalinista que, evidentemente, tuvo mucha comodidad para ser una cosa y también tiene mucha  para ser la otra. Me declaré estalino cuando ya no había ni siquiera Unión Soviética. Y me declaro anti-estalino cuando ya no queda nada. Sin embargo, la posición contra las burocracias y las dictaduras, siempre es más compleja. El virus del odio y el desprecio permanece latente.

La tradición del comunismo, de las izquierdas en general, no puede ser circunscripta a la de las burocracias gobernantes. En nombre del comunismo lucharon también los partisanos italianos contra el régimen de Mussolini, y muchos ciudadanos españoles se entregaron al combate contra Franco. El otro comunismo, el que no purgó ni asesinó, ni sacrificó sus ideales en nombre de un líder o un Estado, también tiene páginas memorables. En América Latina fueron también muchos los que resistieron en su nombre, como en el del trotskismo, el socialismo y el anarquismo.

Sin embargo, fueron más los que callaron. George Orwell, el maravilloso escritor inglés, se unió a las milicias del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) para luchar contra Franco. Fue sojuzgado por el Partido Comunista, perteneciente a la República, y debió aceptar, con la honestidad intelectual que lo caracterizaba, que la lucha no era solo contra el fascismo franquista, sino que también debía ser contra los autoritarios del bando republicano. La respuesta recibida por parte de la izquierda era que había sido comprado por las ideas liberales y el capitalismo internacional.

Rosa Luxemburgo se atrevió a contradecir a la socialdemocracia de su época – que ya empezaba a transitar el camino a la derecha – sin dejar de advertir a los comunistas, y especialmente a Lenin, que su vía llevaría, inevitablemente, a una dictadura de Partido. No solo fue asesinada con la complicidad de importantes miembros de la socialdemocracia. También fue abandonada por muchos de sus propios compañeros de ruta.

Para los estalinistas y las diversas corrientes de la izquierda que siguieron sus parámetros aún sin definirse de ese modo, la situación siguió siendo exactamente la misma: todos ellos habían sido colonizados por el pensamiento de la derecha, por la tergiversación del imperialismo, por el poder de la CIA y los grandes medios de comunicación burgueses.

Para Victor Serge una revolución traicionada provocaba más daño a la izquierda que una revolución fracasada. La corrupción de lo mejor, decía, es lo peor que hay.

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Victor Serge fue un ejemplo de revolucionario. Ruso de nacimiento, luchó en el sitio de Petrogrado y llegó a encabezar la sección administrativa de la Internacional Comunista. Tras el triunfo de la revolución, y a pesar de su amistad con Lenin, fue duro e implacable: advirtió que el camino de la sangre acabaría por ahogar las esperanzas de futuro. Pese a todo, intentó llevar el proceso a Berlín y a Viena y, de regreso a la URSS, se afilió a la Oposición de Izquierda liderada por Trotsky. Acusó, sin ambages, a Stalin de traidor, burócrata y totalitario. Su destino fue el esperado: fue expulsado del Partido en 1927 y en 1933 fue condenado a prisión. Muy pocos comunistas pidieron por Serge. Todo el trotskismo, personalidades del arte y la cultura – Serge era un magnífico escritor- y algunos socialistas como el belga Emile Vandervelde lucharon por su libertad. Cuando la consiguió, finalmente, en 1936, las declaraciones de los que solo creían en la teoría de los campos (los malos Estados Unidos y la buena Unión Soviética) eran las mismas: Serge favorecía al enemigo de clase.

Serge escribió mucho. Algunos de sus poemas, reunidos en el libro Resistencia, hablan del dolor por los ideales corrompidos. Su mejor obra es, sin embargo, Memorias de un revolucionario. Una autobiografía sentimental, compuesta de pasajes bellísimos, que opera como la reconstrucción de una épica y de una ética llamada a perdurar. Allí, Serge, se confiesa: sigue sintiéndose un revolucionario, un socialista convencido. Cree, como tantos otros, que el capitalismo es el enemigo, que es necesario transformar el mundo, y que los obreros tienen derecho a conquistar su vida y su libertad. Las revoluciones masacradas y traicionadas, sin embargo, lo inundan de escepticismo. Y entonces, se confiesa: considera que una revolución traicionada provoca más daño a la izquierda que una revolución fracasada. La corrupción de lo mejor, dice, es lo peor que hay.

George Orwell

Al bien solo puede exigírsele el bien. Y al mal, no debe exigírsele nada. Se lo debe, sencillamente, horadar. A ninguna persona de izquierdas se le ocurriría, de manera sensata, pedir que el capitalismo no genere pobres. Tampoco que provoque condiciones de libertad igualitarias. Pero sí debe exigírselo a quienes lo proclaman. Es evidente que no siempre es posible, que los contextos son difíciles y complejos. Pero al mismo tiempo que los contextos generan valores, los valores anteceden a los contextos.  Y la tarea de quienes desean el bien, es afirmarlo.

Todas las revoluciones del siglo XX se iniciaron como luchas contra injusticias flagrantes. Mas aún las que actuaron en nombre de ideales como el socialismo, el comunismo y el anarquismo. Cada cual, flaqueó en lo suyo. Pero no todas fueron iguales.

La Revolución Cubana expresó la vocación de lucha contra una dictadura y se abrió como camino hacia la lucha contra el neocolonialismo. Aquellos barbudos que bajaron de la Sierra Maestra, y que habían asaltado el Cuartel Moncada, significaron la esperanza para millones de ciudadanos que vieron en ese proceso una puerta para la revolución en América Latina y territorios coloniales de Asia y África. La revolución cubana expropió a grandes capitalistas y redistribuyó la riqueza como nunca antes lo había hecho un país de América Latina. Creó una potente maquinaria educativa y de salud, alfabetizó a una población iletrada y sancionó políticas de acceso a la tierra verdaderamente renovadoras. No fue una revolución estalinista. Pero el germen  de la burocracia, del ostracismo y de la negación de las libertades, germinó como en tantos otros sitios.

¿Qué podemos decir de la Isla que, en algún momento, nos cautivó? Podemos decir, por caso, que la alfabetización no tapa el partido único, y que el partido único no tapa la alfabetización. Que la educación pública no tapa la persecución de los Comité de Defensa de la Revolución, y que la persecución de los Comité de Defensa de la Revolución no tapa la educación pública. Podemos decir que la salud pública de excelencia no tapa el horror de las UMAP (centros de “reeducación” para homosexuales) y que el horror de las UMAP no tapa la salud pública de excelencia.

Las revoluciones, los procesos de cambio y de lucha social, se hacen desde y por los propios ciudadanos. No hay enemigo de clase ni poder que justifique el mal de los buenos. Los buenos, en tal caso, están llamados a hacer el bien. Lo sabemos: somos humanos. No podemos exigir el bien de modo absoluto. Esa es, quizás, nuestra condena.

En su carta a Gershom Sholem, Hannah Arendt, expresó que “el  mal no es nunca ‘radical’, sólo es extremo, y carece de toda profundidad, y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. (…) Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical”

El mal y el bien , sin embargo, conviven juntos. Nos miramos al espejo y lo reconocemos. Somos capaces de asesinar y de escribir un poema. Ese es, como personas de izquierda, nuestro eterno dilema. Nos sentimos (es hora de reconocerlo) depositarios de una “superioridad moral”. Nos referenciamos y nos expresamos desde una ética, desde una vocación transformadora superior y superadora de lo existente. Pero no hemos podido alcanzarla desde el poder. Y la corrupción del bien, como decía Serge, aparece con toda su fuerza y su potencia, para golpearnos en la cara. Y ya no vale ningún subterfugio.

La tradición de las izquierdas no puede ser circunscripta a la de las burocracias gobernantes

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Tony Judt recuerda en El peso de la responsabilidad el rol de los intelectuales en torno a esta materia. Su perfil de Camus – sin dudas el mejor hasta la fecha – expresa simpatías por aquel hombre que, frente a un Sartre que estaba dispuesto a justificarlo todo, encontraba matices y expresaba una suerte de “anarquismo sentimental”. Para contrarrestar los males de la revolución, Camus afirmaba la palabra “rebeldía”. Camus, dice Judt, se transformó “en un portavoz de lo obvio”. Resultaba que lo obvio era, además, lo ético y lo justo.

Camus comprendió, en su acertada crítica de la violencia, que hay muertos que cargan y pesan sobre nuestra propia conciencia. ¿Cómo negar nuestra responsabilidad, por acción o complicidad, con los caídos en la Primavera de Praga o en la Revolución Húngara de 1956? ¿Cómo negar que los aplastados por Mao y Pol Pot nos pertenecen? ¿Cómo negar que hasta la dictadura fundada en la idea Juche enarbola la bandera de una exótica izquierda, y que sus muertos son nuestros? ¿Y como no ubicarnos del lado de Padilla o los condenados en Cuba?

Ante eso, no se puede callar. No hay alfabetización que tape la cárcel. Porque, en la causa del bien, no hay bien que tape el mal.

Lo se. Me deslizo por un carril peligroso. Por una idea del bien que puede, también, conducir a equívocos. Se trata de una idea del bien más util para la resistencia que para la revolución. ¿Pero quien puede negar que no ha habido mejor revolución que la fracasada? Intento ser honesto: no estoy seguro de que la batalla por una nueva vida y una nueva sociedad triunfe algún día. Me considero un escéptico de izquierda que, quizás, se conforme apenas con que, desde la ética, podamos reconstruir una vida civil con una radicalidad profundamente democrática. Ésta es, evidentemente, una tarea mucho más difícil que la la revolución purificadora. Más ardua y trabajosa. El bien es, en tal sentido, una concepción de comunidad en la diversidad. La izquierda está llamada a buscarlo.

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El sábado, tras una noche de chamuyos tan románticos como fallidos con una bella muchacha alemana, supe de esa muerte. Fidel, había caído. Revisé viejos álbumes de fotos y me recordé en la Facultad de Derecho junto a miles que vivavan al hombre que había llegado para la asunción de Nestor Kirchner. Revisé viejos libros, postales y carteles que alguna vez arranqué de la Facultad.

¿Podemos ser críticos y valorar a Fidel? ¿Podemos pararnos desde un lugar crítico y reivindicatorio a la vez? Quizás sea posible.

Fidel murió a los 90 años. La revolución, sin embargo, comenzó a morir mucho antes. Con el partido único y los Comités de Defensa de la Revolución. Con las UMAP, los centros de “reeducación” para homosexuales, el encarcelamiento de Huber Matos y las purgas de tantos otros dirigentes, con la burocratización y el aniquilamiento de las tendencias anarquistas, socialistas y trotskistas. Con las libretas de racionamiento y con el caso Padilla. Con la persecución a Cabrera Infante. Con la negada del ingreso a la isla de Pasolini junto a su amante, Ninnetto Davoli.

Pero ¿alcanza eso para sepultar un proceso? ¿No vivió también con alfabetización y salud pública? O, al menos, ¿no sobrevivió con ello?

No hay enemigo poderoso que justifique burocracias y faltas de libertad.

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El problema capital es – y seguirá siendo – el del bien y el mal. Quien propone el bien no posee subterfugios para las “contradicciones” y los “errores del proceso revolucionario”.  No hay enemigo poderoso que justifique burocracias y faltas de libertad. No hay bloqueo que argumente ni que justifique. El poderoso enemigo no lucha por el bien. Tampoco los países que circundan a la Isla. Sabemos que allí hay pobreza y desocupación. Sabemos que faltan derechos. Pero los ideales de quienes los gobiernan no son los nuestros. A los nuestros es, en cambio, a quienes sí debemos exigírselos. Para nosotros, esos objetivos no son un logro. Son una obligación.

Como dijo Pablo Stefanoni tras la muerte de Fidel,  las izquierdas “deberían preocuparse por los pueblos concretos y no por mantener sus certezas y utopías cómodas y compensatorias”.  Las izquierdas deberían preocuparse por los ciudadanos más que por los dirigentes.

Aún así, murió Fidel. El héroe de mi juventud. El héroe de muchos. El que hoy, multitudes de personas siguen admirando. El Fidel de la belleza. Y el Fidel del horror.

Hoy, como nunca antes, recuerdo las palabras de aquel compañero de la Facultad. ¿Y del amor? ¿Quién habla del amor?

El amor no es otra cosa que la vida en común. Que seamos mejores. Más fraternos y más humanos. Que aspiremos, en definitiva, a ese camino complejo y sinuoso que es el bien. Quizás deberíamos, como alguna vez también quiso Fidel, tomarnos esa tarea verdaderamente en serio.

 

A Fernando Manuel Suárez, Gerardo Aboy Carlés, Francisco Reyes e Ignacio Trucco

 

Victor Serge

 

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