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29 de abril 2021

Catalina Ávila

QUEDATE, ALEJANDRA

Tiempo de lectura: 3 minutos

Escribía entre quedándose y yéndose, como la canción de Spinetta- -disculpen, otros encendidos lectores pizarnikianos, lo lineal de la comparación. Sus poemas, diarios y prosa corrompen los márgenes de lo decible e inscriben una cierta omnipresencia, como el beso del amor que parte lejos y para siempre y que subyace una marca indeleble en los labios, incapaz de borrar por otra boca. El mundo ya no es el mismo que cuando ella escribía, pero su obra se mantiene viva frente a cada lector suspicaz, muy lejos de aquellas que mueren en la memoria antes de ser leídas.

Definirla escritora, poeta, dramaturga, diarista y crítica, parece poco. Son apenas categorías que encasillan y que hacen perder ese “algo más” de su propia literatura. “La última inocencia”, “Árbol de Diana”, “Los trabajos y las noches” y “Extracción de la piedra de la locura”, son algunos de los poemarios que Alejandra hizo nacer, influenciada por el surrealismo y el existencialismo, protagonista de su propio malditismo como Baudelaire, Rimbaud y los escritores que miró con sus ojos “trozos de infinito”, cuando escribió “con su cuerpo el cuerpo del poema”.

Gabriel García Márquez decía que “la literatura no se aprende en la universidad, sino leyendo y leyendo a los otros escritores”. Quizás sea por eso que, pese a haber comenzado a estudiar Filosofía y Periodismo, Alejandra abandonó la enseñanza académica para volcarse a la lectura y la reflexión sobre autores como Artaud, Leonardi, Michaux, Dostoievski, Bonnefoy, entre otros que componen una lista interminable. Así, desarrolló su estilo propio, seleccionó recursos como la personificación y la elipsis frecuentemente presente en sus poemas. No rehuhyó a la ironía e incluso al humor en su prosa. El resultado de la fusión de esos elementos dieron lugar a una obra inigualable.

En sus obras poéticas queda suscripta una primera premisa: estamos rotos y debemos rearmarnos para superar esa desgarradura lacerante y primitiva. “Escribo con los ojos cerrados, escribo con los ojos abiertos: que se desmorone el muro, que se vuelva río el muro”-escribió. De ahí que horadara, meticulosa y estrepitosamente -como la coreografía constante de las agujas de un reloj que marcan la fragmentación del tiempo- ciertos temas recurrentes, como la muerte omnipresente y anunciada, la infancia que no fue, la sexualidad indómita, la soledad exasperante, la crueldad del desamor, el intento permanente de nombrar lo innombrable.

“Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo, para que lo que me hiere no sea (…) Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”. Así lo explicó ella misma a Martha Moia, en una entrevista en 1972, publicada en “El deseo de la palabra” y posteriormente recogida por Lumen en su “Prosa completa”.

“Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo, para que lo que me hiere no sea (...) Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar- escribió Pizarnik

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Para ese entonces, ya había vivido en París, ya había conocido a Octavio Paz, Julio Cortázar, Silvina Ocampo y Olga Orozco, entre tantos otros; ya había ganado las becas Guggenheim y Fullbright sin saber, quizás, que no podría completarlas; ya se había inmiscuido en lo arrebatado de su prosa; le había dado voz a la lozanía de “Los desposeídos entre Lilas” y a “La bucanera de Pernambuco” y cierto estoicismo a “La condesa sangrienta”; ya había transmutado a palabras sus días en diarios viscerales, y había escrito sobre su estadía en la Sala de Psicopatología del Hospital Pirovano de una manera inclasificable e impúdica.

No obstante, hay aún interrupciones, interrogantes irresueltos por la publicación selectiva y parcial de sus diarios, y hay textos todavía inéditos guardados bajo siete llaves en la Universidad de Princeton en Estados Unidos. Esos textos son, lamentablemente, todavía impenetrables.

Reconocerla como una de las más fervorosas escritoras del siglo XX, resulta insuficiente e, incluso, inocuo. Sucede que, así como el todo es más que la suma de las partes, su figura es irreductible; su esencia, profundamente corrosiva; sus porqués, inalcanzables para quienes -como ella- también nos preguntamos “quién inventó la expresión ‘ganarse la vida’ como sinónimo de ‘trabajar’”, y no tenemos nada, ni siquiera tiempo.

Pero puesto que acá estamos, en nuestras crisálidas, añorando emerger mariposas y ser vida viva, resulta impostergable, aunque sea por hoy, el día que cumpliría 85 años, y aunque suene a excusa, mirar a Alejandra. Aun cuando ella no regrese porque no quiso regresar y sin saber fehacientemente si su jaula se hubo vuelto por fin pájaro, leerla, hasta que nos desate la mirada y nos pulverice los ojos. Y decir ‘quedate Alejandra, y que escribas, siempre’.

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