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08 de abril 2016

Mariano Schuster

Jefe de redacción de lavanguardiadigital.com.ar

UNA CUESTIÓN DE ESTILO

Tiempo de lectura: 5 minutos

Los temas importantes en el Siglo 21
se diluyen por exceso y saturación, no por silencio o blindaje.

Martín Rodríguez

Mochila al hombro, guardapolvo tapando la camiseta de su equipo e indisimulables ojeras. Así son las primeras horas de cada día de Mateo T. cuando, junto a su mamma, sale hacia la “Escuela Marchessi” de Copparo, un pequeño y pintoresco pueblo de la Emilia Romagna. Aunque, según dice, le gusta estudiar –y eso, en el caso de un chico, hay que tomarlo con cautela– Mateo no es conocido por sus buenas notas sino por sus errores.

Hace dos meses, su maestra de grado, se sorprendió al momento de corregir su examen de lengua.  ¿Cómo son las flores? – preguntó la señorita Margherita Aurora. Petalosas –respondió Mateo. Aunque la profesora marcó la palabra como un error, al momento de devolverle la prueba se acercó al niño: Si bien no es una palabra aceptada, es una palabra muy bella.

La señorita Margherita se encargó de divulgar la equivocación de Mateo. Llevó la palabra –tan poética como inexistente-  hasta el Consejo Municipal y pidió una revisión oficial. Creyó que merecía luchar por ella.

Mateo foto

A los pocos días, el chico recibió una carta con un membrete extraño: Accademia della Crusca, vía di Castello, 46. Firenze. Al abrirla, sentado al lado de sus padres, se sorprendió. Quién le escribía era, Maria Cristina Torchia, la consejera lingüística de la Crusca.

“Querido Matteo. La palabra que has inventado es una palabra bien formada y podría ser usada en italiano, como son usadas otras palabras formadas de la misma manera. Tú has puesto juntas pétalo+oso=lleno de pétalos, con muchos pétalos”.“Si logras difundir tu voz entre muchas personas para que empiecen a decir ‘¡Qué petalosa es esta flor!’, entonces petaloso/-a se habrá convertido en una palabra en italiano“.

Hoy, la Academía de Letras de Italia planea incorporar petaloso al diccionario oficial.

Esta historia se hubiese perdido si no existiesen, todavía, periodistas decentes, gente ocupada en momentos que, a primera vista, parecen menores. Sin esos profesionales de la palabra, dedicados a transmitir instantes mágicos de una manera igualmente mágica, la prensa acabaría en un instante.

Los periodistas solemos amplificar asuntos lejanos que difícilmente podemos modificar

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Los periodistas solemos amplificar asuntos lejanos, complejos problemas que, difícilmente, podemos modificar o transformar. Estamos aturdidos por noticias indeseables y sobre indeseables, ocupados en tramas secretas, cuentas offshore, mafias y corruptelas. Nos interesa, y hacemos bien, la noticia de turno: el casamiento del político tal o la suba de los impuestos de aquel poderoso país. El momento del mundo, lo sabemos, no es el mejor: hay yihadistas que filetean enemigos como a animales, líderes obreros forrados con dinero de los contribuyentes, fascistas que, disfrazados de demócratas, promueven las más oscurantistas políticas para los problemas cotidianos. El que nos toca, como periodistas, es un mundo cruel: en definitiva, buena materia prima. Es necesario recordar, sin embargo, que el periodismo no es repetir sucesos sino transmitir historias. Los cables y las gacetillas de prensa no pueden suplantar a una profesión que siempre coqueteó con la literatura.

En medio de esta maraña de noticias e informaciones, leer a Rodolfo Walsh –no la Carta que suele exhibirse por motivos que exceden la calidad periodística– sigue siendo un placer.  El país de Quiroga o El expreso de la siesta –publicados en la revista Panorama– son textos puros y duros, con investigación y estilo, no aptos para quienes busquen ideologismos y justificaciones para alzar puños o proclamar verdades parciales. El Buenos Aires de Oberdán Rocamora de Jorge Asís (que contiene historias como Cita en Primera Junta o Cine nacional: poco pero malo), es otra joya que no deberíamos evitar. El buen periodismo no conoce ideologías.

Mientras creamos que textos impecables como “Nixon, Kruschev y la cocina de Moscú” de Hinde Pomeraniec, o artículos como los de Juan Terranova – hay que leer Sexo, nazismo y astrología -, Hernán Vanoli, Martín Rodríguez, Alejandro Galliano y Luciano Chiconi – autor de un libro exótico y brutal como Obras Públicas -, tienen menos importancia que el suceso que titula la prensa del día, el periodismo como oficio narrativo morirá lentamente.

La tradición del periodismo que informa y cuenta no es novedosa. Hay estilos y temas. Historias antiguas rescatadas del baúl de los recuerdos, noticias del día, narraciones sobre personajes extraños. Lo que importa, a la hora de escribir, es el estilo.

Berger caminaba, permanecía cerca de las cosas. No extrapolaba ni deducía. A eso se le llamaba periodismo

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Meyer Berger, un hombre tan polifacético como riguroso, dedicó toda su vida a relatar historias de su ciudad. Nacido en 1898, fue un neoyorquino de pura cepa, un enamorado de los tiroteos, los gangsters, el jazz y el whisky; un periodista inquieto que prefería sentarse en su escritorio solo luego de haber pasado el día entero en la calle. En solo un rato escribía una columna que era, de manera invariable, publicada al día siguiente. Como contó alguna vez Enric González ninguno de sus lectores, y eran millones, pudo adivinar por sus artículos si era conservador o progresista, si pensaba esto o aquello. Conseguía datos, los verificaba y escribía. Caminaba, hablaba, permanecía cerca de las cosas. No extrapolaba ni deducía. La de Berger – y la de González – es una excelente lección de periodismo para los tiempos que corren.

Meyer Berger - Portada

Meyer Berger escribió miles de historias para el New York Times. Aunque cubrió el fin de Al Capone con dieciséis historias y escribió con trazo fino un informe sobre el asesinato del gangster Abe Reles (cayó desde el sexto piso del hotel Half Moon),  nadie consideró que esos sucesos nacionales eran más o menos importantes que el resto de historietas que contaba en escasos caracteres. Esas vidas anónimas – como la del relojero Rudolph Lamm, el señor Munang (un peluquero descendiente de una tribu de Borneo), la señora Mary Elizabeth Banta (maestra de inglés a los asiáticos del Chinatown)-, tenían una música propia.  Una de sus crónicas, la de Oscar England, un músico ciego que murió accidentado en el subte de Nueva York, mostró para siempre su estilo.

“El sexto sentido que había conservado Oscar England en sus oscuros treinta y cuatro años de vida le falló ayer. Un paso más en la estación de Union Square y la vida se le escapó entre un tren expreso con destino al Norte y la plataforma de hormigón del andén.”

La clase de escritura que exhibió Meyer Berger parece haber caído en desgracia. Antes, a eso, se le llamaba periodismo. Conviene recordarlo.

Prueba Mateo

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Comentarios

  1. Cecilia Grillo

    el 08/04/2016

    Excelente texto, que como licenciada en comunicación social me hizo reflexionar sobre mi trabajo diario y la diferencia con lo que estudie en la facultad.
    Es importante parar y releer sobre nuestra función y tambien so9bre como la ejercemos.
    Espero siempre publiquen artículos como estos

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