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13 de octubre 2017

Martin Schapiro

USTED ES LA CULPABLE

Tiempo de lectura: 6 minutos

Las elegías ya estaban escritas. La cuarta economía del mundo, y la primera en la Unión Europea renovaba autoridades el domingo, y a diferencia de su debilitado vecino francés, o de las varias elecciones británicas, las cruciales elecciones alemanas, por previsibles, no despertaron demasiado interés en la prensa internacional, fuera de algunos elogios a una canciller que, a diferencia de su par británica, no necesitaba proclamar su fortaleza y estabilidad, rasgos que demostró en forma ininterrumpida durante más de una década al frente de Alemania.

 Angela Merkel proyectó el liderazgo y la competitividad germanas, y la foto al final de su tercer período de gobierno es la de una de las sociedades más desarrolladas del mundo, con los salarios más altos y el desempleo más bajo entre las principales economías europeas. Un crecimiento económico que se mantuvo en todo momento, aún a pesar de la crisis que golpeó a Europa desde el año 2008, potenciando su fuerza exportadora y manteniendo relativamente indemne su sistema bancario.

 Sin embargo, no era este el principal motivo de regocijo en la victoria cantada, sino recuperar a la Angela Merkel erigida en abanderada de las democracias liberales y la globalización, frente a la oleada de racismo y proteccionismo que emergió en todo el mundo en los últimos años, y que Donald Trump representa mejor que nadie.

 Su determinación para recibir a cientos de miles de refugiados, forzando las capacidades estatales -e incluso la tolerancia de su propia base de votantes- durante el peor año de la crisis migratoria originada en la guerra en Siria, le ganará seguramente una mención laudatoria de la historia, y su discurso optimista frente a los desafíos que enfrenta la humanidad, y su firmeza al sostener que las naciones deben enfrentarlos colectivamente, contrastan de modo obvio con los discursos nacionalistas y divisivos característicos de muchos de los explosivos liderazgos actuales.

La fórmula actual alemana, Merkel la recibió de su antecesor socialdemócrata, el hoy multimillonario putinista Gerard Schröder.

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 Ninguno de esos datos, ciertos todos, permitía pensar en un resultado como el obtenido en las últimas elecciones, donde el regocijo que arrancaba en algunos medios progresistas y terminaba en portavoces de bancos de inversión, mutó de inmediato en preocupación al conocerse los primeros resultados. Probablemente, una mirada a las políticas europeas de este período, y algunos huecos dejados de lado, habrían permitido observar un fenómeno subterráneo que las encuestas advirtieron en forma de “indecisos”. La fórmula actual alemana, Merkel la recibió de su antecesor socialdemócrata, el hoy multimillonario putinista Gerard Schröder.

Desprovista en aquel 2005 de mayorías propias, y gobernando en una llamada Gran Coalición con el partido de su antecesor, su gobierno decidió por la continuidad, apartándose del programa de radicalización desregulatoria impulsado por su partido durante la campaña. La agenda de reformas heredadas bajo el título de Agenda 2010, era sin embargo bastante profunda.

 Pensada en momentos del debut de la moneda única, y con la tasa de desempleo en dobles dígitos, permitió la flexibilización de las formas de contratación, las condiciones de trabajo, y las jornadas laborales, con el objetivo de impulsar el empleo y la competitividad.

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 Los exégetas del programa hablarán del éxito de modalidades como el microempleo, con jornadas de cuatro horas para explicar el descenso de la desocupación de casi el 13% en 2005 al 3,9% en 2017 , una estadística de pleno empleo. Del otro lado, sin embargo, cabrá señalar los extremadamente bajos salarios que prevén las nuevas modalidades de contratación, consagrando una nueva clase de trabajadores empleados pobres, una situación nada común en la Alemania anterior a las reformas.

 A imagen de la victoria de Donald Trump, largamente atribuida a la diferencia obtenida en el “cinturón de óxido” norteamericano, la vieja Alemania Democrática, donde la diferencia en la productividad ha conducido del desempleo masivo a una situación muy extendida de empleo precario; la “östalgie” -añoranza de los años de gris seguridad socialista y alemanes heterogéneamente blancos- explica en buena parte el surgimiento de Alternativa por Alemania como una fuerza masiva, que incluso resultó ganadora en Sajonia, uno de los estados de la región.

 En el contexto de una Alemania reunificada tras la caída del Muro de Berlín, el Euro fue un proyecto político francés, destinado a blindar la unidad europea, con su eje franco-alemán, contra las tendencias centrífugas británicas y las concepciones puramente centradas en la preservación de la libre circulación de bienes y servicios. Sin embargo, su encarnación fue negociada e implementada a la medida de Alemania, necesitada de garantías para abandonar el Marco. La historia del euro, y del accionar alemán frente a su adopción, es la historia de este doble carácter.

la “östalgie” -añoranza de los años de gris seguridad socialista y alemanes heterogéneamente blancos- explica en buena parte el surgimiento de Alternativa por Alemania como una fuerza masiva

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 Los problemas alemanes no son necesariamente problemas europeos, pero los problemas europeos son, sin excepción, también alemanes, y es en esta área donde caben los mayores cuestionamientos.

 La crisis de 2008 fue, en gran medida, una crisis bancaria de gran escala, combatida mediante recetas de salvataje que golpearon fuertemente la salud financiera de los países de la periferia europea y pusieron en duda la supervivencia del euro.

 La receta preferida por la Unión Europea fue prescribir, en clave keynesiana, generosos paquetes para rescatar a los bancos, que cambiaron el signo del saldo fiscal en economías ordenadas, como la española, y expusieron las enormes falencias de otras, como la griega. Salvadas las entidades financieras, las recetas impuestas fueron de austeridad y ajustes, cuyos trágicos costos sociales siguen pesando en los hombros tanto de Grecia, cuya tragedia resulta difícil de exagerar, como de España, presentada como el caso exitoso de ajuste que venció la crisis, con el desempleo consolidado encima de los quince puntos, y el desempleo juvenil en más de treinta.

 Desde la adopción de la moneda común, Alemania aumentó su saldo exportador, que se ubicó en 2016 en 270 mil millones de dólares, un superávit equivalente a casi el 8% de su PBI. El crecimiento se dio a costa de otras economías de la eurozona, principalmente la francesa, cuyo déficit de competitividad fue una de las principales preocupaciones que llevaron al poder a Emmanuel Macron, y otras como la italiana, cuyo absoluto estancamiento coincide casi milimétricamente con la adopción del régimen monetario común. La ausencia de un régimen de transferencias fiscales entre las distintas regiones europeas, e incluso de sistemas tributarios armonizados, determina que los países, imposibilitados de devaluar o revaluar su moneda, deban hacer ajustes internos ante cada situación de desequilibrio.

 Así, ante una crisis como la que atravesó Europa, los países en crisis se ven forzados a realizar devaluaciones internas mediante ajustes fiscales y de condiciones laborales, a los fines de mantener su posición frente a los países más productivos del mercado. Sin embargo, ajustes como estos, y ante el enorme grado de las asimetrías, acarrean por su profundidad enormes costos sociales, que los hacen políticamente inviables. Sostener esos ajustes dentro de dimensiones relativamente tolerables y evitar rebeliones sociales, requirió a países como Alemania aportaciones de dinero ya sea en forma de fondos para el rescate de deuda, como en Grecia, o mediante la emisión de bonos europeos desde el Banco Central Europeo, que explican la recuperación española.

Esa transferencia de dinero resultó sumamente impopular entre los votantes alemanes, dando lugar, por primera vez en años al surgimiento de partidos relevantes a la derecha de la Democracia Cristiana. La actuación de Merkel en la crisis de los refugiados sirios, con miras al bronce de la historia tras la aparición del cadáver del niño Aylan Kurdi en las costas turcas, sólo acentuó el impulso nacionalista, fortalecido además en la medida en que Alemania no pudo/no quiso imponer a otros países europeos una aporte igualitario de los esfuerzos ante la crisis.

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 Alemania tenía alternativas. La crisis europea podría haberse atenuado si su mayor economía hubiera aprovechado la crisis para federalizar -idealmente en forma democrática- la economía europea, estableciendo algunas reglas fiscales comunes y un régimen de transferencias. Si aquello resultara difícil de digerir, una política “populista” de aumento del gasto público y los salarios alemanes, hubiera permitido, con igual efecto relativo, aliviar el ajuste en las economías del sur, e incluso impulsar la economía continental, a costa de una reducción de los groseros superávits exportadores alemanes.

 Por otra parte, la debilidad para imponer cotas de refugiados a los gobiernos xenófobos de Hungría, Polonia o Eslovaquia en materia migratoria, contrasta con la dureza mostrada frente a los intentos griegos de adoptar políticas diferentes a la alternativa entre el puro ahogamiento económico y la expulsión del mercado común.

Los problemas alemanes no son necesariamente problemas europeos, pero los problemas europeos son, sin excepción, también alemanes

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 La combinación de las propias inequidades alemanas, que hacen más difíciles de digerir las ayudas directas a otros países que, aún insuficientes, son destinadas a preservar el sistema europeo, con la inédita situación coyuntural originada con el ingreso al país de cientos de miles de refugiados abrió la puerta al resurgimiento del problema nacional como centro del debate. La ultraderecha, pero también el Partido Liberal, que propuso disminuir sustancialmente la contribución del gobierno alemán al mercado común, cabalgaron sobre esa ola.

 El gobierno de Merkel fue hasta aquí coherente en promover al Euro como un régimen de cambio fijo, análogo a nuestra convertibilidad, en el que Alemania es ganadora y que requiere de los demás países una férrea y constante disciplina fiscal. Es allí, y no en las políticas de refugiados, donde Alemania trazó sus líneas rojas.

 Una probable coalición de Merkel con los liberales, y bajo presión de la ultraderecha, hacen prever un futuro complejo, en el que las contradicciones de los anteriores doce años solo prometen agudizarse.

 

 

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